lunes, julio 12, 2010

EL PUENTE ROJIZO DE MADISON

O la mejor película de amor jamás contada de todos los tiempos. Esa cámara de fotos que le regala una vez muerto, ese chorro de agua que cae gota a gota mientras piensa en él, esa forma de mirarle en el momento que saca fotos al puente rojo, ese instante de duda en el coche bajo la lluvia incipiente. ¿a quién no se le ha escapado una lágrima o una tonelada cuando ella decide quedarse con su familia y sus hijos? Y sobre todo, cuando recibe cofre con sus pertenencias, con la cruz preciosa que luce en el pecho en la foto de portada del national geographic. Simplemente maravilloso. Y además, el marido lo sabe bien. Incluso en el lecho de muerte se revuelve contra su desgracia, contra la impotencia de no haberla podido hacer feliz completamente, con el agradecimiento por dedicar el resto de su corta vida a mantener unida el centro familiar. Pero la vida no acaba siempre como uno quiere, el amor no es siempre tan justo como uno anhela en su foro interno. Y entonces ella, siempre ella, como madre aconseja desde el otro mundo a sus hijos: “vivid vuestra vida lo más plena posible, tratad de sed felices, es lo más importante”. Y ella visitaba cada día de su cumpleaños el puente, por eso y nada más. Porque el día que le conoció empezó una nueva vida, porque ella quiere que esparzan sus cenizas por el puente, porque quiere quedar unida a su amado en espíritu. En carne ya estuvo atada a un marido que no amaba. Y lloro, lloro todo un río de pasiones.